SANGRE BLANQUILLA Juan Alonso

Dedicatoria: Para Juan Royo, que, seguro, volverá a ver un Real Zaragoza grande. Un abrazo de
Juan Alonso. SANGRE BLANQUILLA

Las luces de las habitaciones de la tercera planta se iban apagando, a la par que se desvanecía la esperanza, poco después de que la enfermera hubiera entrado a quitarle el termómetro tras comprobar su temperatura. 

La fiebre se había estabilizado en 38 grados. 
Lucía ya había perdido unas cuantas noches y le cogía la mano izquierda con mimo, sentada en una de esas sillas negras de hospital, incómodas, junto a la cabecera. 
En el otro brazo tenía la aguja que conectaba su vida con el goteo pausado y constante, al otro lado de la cama. Iván cerró los ojos y en una mueca de seguridad, la que le proporcionaba la cercanía de su madre, se quedó dormido. 
Lucía salió al pasillo para llamar por el móvil, al comprobar que el pequeño descansaba.

- Se ha quedado ya dormido, le dijo a su marido, casi entre sollozos. No tenemos tiempo, Marcos

- No te derrumbes ahora, cariño. Hemos llegado hasta aquí y hemos recibido buenas noticias del Registro, con el grado de compatibilidad de ese hombre.

Lucía inhaló profundamente todo el aire que le había faltado durante esos siete tortuosos años de altibajos y recaídas cuando parecía que todo estaba solucionado. Siete años que se habían vuelto insoportables, especialmente en los últimos meses. Se agotaba el tiempo y las posibilidades. Los resultados de incompatibilidad con sus familiares no dejaban muchas opciones.


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Cedrún; Belsué, Cáceres, Aguado, Solana; Aragón, Poyet, Nayim; Pardeza Higuera y Esnaider. 

La había oído muchas, muchas veces y otras tantas la había recitado de memoria, aunque nunca pudo verlos jugar juntos, salvo en el deuvedé que su padre conservaba de la gesta del 10 de mayo del 95 en el Parque de los Príncipes. 
Decenas de veces se lo había puesto, pero que el destino no le hiciera contemporáneo de aquella generación, lo lamentaba casi tanto como la enfermedad que lo estaba consumiendo. A alguno de ellos, como Cedrún o Santi Aragón los había visto, bastantes años después, en algún partido de ASPANOA, aunque no era lo mismo, obviamente. Como un tesoro conservaba el autógrafo dedicado de uno y otro. 
Para Iván con todo el cariño, de su amigo Andoni Cedrún, rezaba el del exguardameta, cuyo carácter dicharachero, bonachón y cercano, le ayudaba a sobrellevar bastantes momentos difíciles y su amistad le hacía presumir entre los compañeros de clase, a quienes mostraba orgulloso la firma del grandullón -como cariñosamente lo llamaba- al pie de la fotografía en la que aparecía subido a sus hombros, tras uno de esos partidos de la Asociación, a los que cada año acudía, siempre que la enfermedad se lo permitía. Con todo, quería conseguir algo del famoso cinco, de Yiyi. 
Aunque fuese un par de centímetros de una de sus medias, o de su camiseta, como ese trozo de la de César Sánchez que un periódico regalaba al día siguiente del 6-1 al Madrid, -la primera vez que Iván acudía a La Romareda-, en la semifinal de copa de 2006 y que conservaba con celo, como todos los atuendos y objetos zaragocistas que sus padres habían ido coleccionando y que le llenaban de ilusión. Algunos eran de los magníficos, como unas botas Violeta o un pantalón de Darcy Canario.
En efecto, Nayim era el único que le faltaba de la quinta de París, porque hasta el negro Cáceres, que apenas tres días antes de ser tiroteado había ido a visitarlo a su casa, le había obsequiado con un pedazo de la red de la portería a la que gloriosamente se había subido en aquella noche mágica después de los ciento veinte minutos de partido. 
Esa era la imagen que siempre conservaba en su retina. 
Esa y la de la parábola de dibujos animados del ceutí en el último segundo de la prórroga.

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En la sala de espera de la consulta del Hospital Infantil, su padre hojeaba el periódico sin concentrarse mucho en la lectura. Aquella mañana de finales de mayo de 2006, se había despertado soleada y más calurosa de lo habitual para esas fechas aún primaverales. Parecía un buen presagio. Una señora de unos treinta y tantos o cuarenta abrió la puerta de la consulta para asignar el orden a los pacientes. 

Tenían cita para las diez y cuarto y habían acudido a recoger los resultados de los análisis. No será nada, mujer, le decía Marcos a su esposa. Ya verás como todo va a ir bien. Lucía no las tenía consigo. Su aguda intuición maternal le hacía, cuando menos, estar precavida. No quería lanzar las campanas al vuelo, aunque tampoco pretendía ser pesimista. 
No. 
Y menos delante de su hijo. 
Tenía que verla alegre, con la sonrisa de siempre, aunque la procesión fuera por dentro. Iván abrazaba a su madre, sentado en su regazo, mientras aguardaban. En sus escasos dos años de vida –había nacido un dieciocho de marzo y al día siguiente de la final de Montjuic, ¡cómo no iba a ser zaragocista hasta la médula!- no había visitado mucho al médico, salvo para las revisiones rutinarias, ya que había gozado de buena salud. 
Pero en los dos últimos meses, su estado parecía haberse debilitado hasta tener que pasar por el ambulatorio más veces de las que hubiera deseado. Eso de los análisis de sangre, no le gustaba nada. Salió la persona de bata blanca e Iván se despertó de un sobresalto cuando oyó pronunciar el nombre que, a pesar de ser el propio, le sonó como una alarma en sus tímpanos infantiles. El padre dobló el periódico. La doctora los recibió de manera distinta a ese tono seco que en ocasiones mostraba a sus pacientes. Sabía que lo que debía decirles iba a ser demasiado duro de encajar para una pareja con hijo único y tan pequeño. La madre apenas podía contener las lágrimas para no alterar a Iván, a quien lógicamente, se le escapaba aquel lenguaje tan raro en el que hablaba la doctora. Leucemia linfoblástica aguda. Al salir de la consulta, Lucía repetía una y otra vez las palabras de la doctora como un eco mortal, palabras que ahogaban su corazón en un llanto sin consuelo. La doctora les había dicho que dentro de lo malo, no había que alarmarse, era uno de los tipos de leucemia con más índice de curación, en muchas ocasiones sin necesidad de transplante. El padre mantenía la mirada perdida. En el periódico, doblado por la mitad, podía leerse el titular: Agapito Iglesias compra el Real Zaragoza.

***
La primavera del 2013 no fue la mejor ni la más afortunada para Iván, quien había empezado a faltar al colegio reiteradamente. Era buen estudiante y le gustaba ver a sus amigos y compañeros de clase y jugar con ellos en los recreos. Después de unos años luchando contra su enfermedad y tras una época en la que parecía recuperado, según mostraban las distintas revisiones en oncología, los últimos resultados apuntaban a una recaída y así trasladaron los médicos el diagnóstico a la familia. Para colmo, el Zaragoza, y por segunda vez en cinco años, había bajado hacía pocos días, después de perder contra el Atlético de Madrid en la Romareda. Iván no pudo ir a ese partido, la enfermedad se lo impidió, pero se veía reflejado en el rostro de ese desconsolado niño cuyas lágrimas, consumado el descenso, habían recogido las cámaras de televisión, lágrimas que hacía suyas. 

Los días previos a su nueva hospitalización, los pasó viendo videos de los partidos del Zaragoza de otros tiempos: desde la final del 86 en el Calderón, contra el F.C. Barcelona, tenía todas grabadas, así como las eliminatorias de la Recopa. Parecía que su sueño de ser un día jugador del Real Zaragoza se desvanecía, así como su deseo de llegar a ser testigo de un equipo que jugara finales, que ilusionara como siempre lo había hecho y del que se pudiera sentir orgulloso. Su Zaragoza y su enfermedad parecían correr paralelos. También el estado del equipo de sus pasiones parecía terminal.

***
Era domingo por la mañana cuando recibió la visita de Andoni, quien le anunció que Nayim iba a ir a verlo pronto. También le trasladó la promesa de que se llevaría un recuerdo de su ídolo de París, el único que le faltaba. La noticia fue como un soplo de esperanza en esos momentos por los que estaba pasando, en los que la muerte parecía querer cebarse con él ¿Aún tendría tiempo? El plazo previsto por los médicos para el transplante se agotaba, después de que pocos meses atrás le diagnosticaran leucemia linfoblástica aguda infantil recidivante.

Unas semanas más tarde, recibió la visita de Nayim. ¡Nayim! ¿Era un sueño? ¿Estaría delirando? No se lo podía creer, no podía ser. 

El ídolo, el héroe de París, el campeón, entraba por la puerta de la habitación 312. Casi en el último momento, como en la final de la Recopa. 
Se acercó a la cabecera de la cama y le dio un beso. ¿Sería el regalo que le faltaba, el último recuerdo de aquella generación? 
Era como si su presencia le hubiese insuflado unas gotas de vida. Habló con él todo el rato que pudo. Le contó muchas anécdotas y le trajo una fotografía en la que aparecía en el momento de aquella mágica parábola del minuto ciento veinte, firmada por su propio autor. ¡Increíble! Le dijo que estuviera tranquilo, que todo iría bien. 
Todo va ir bien, Iván, ya lo verás. 
Esas fueron las últimas palabras que escuchó de su ídolo antes de que se lo llevaran al quirófano, antes de que la médula donada por el ceutí fuese el último halo de esperanza.